Discurso
del Indio Seattle, jefe de los Duwamish
Discurso Indio Seattle, Caudillo indio Seattle (sXIX)
El gran jefe de
Washington ha mandado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras.
El gran jefe nos ha enviado también palabras de amistad y de buena
voluntad. Pero conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad.
Queremos considerar el ofrecimiento, puesto que sabemos que, si no lo
hacemos, pueden venir los piel blanca con las armas de fuego a quitarnos
las tierras.
Que el gran jefe de
Washington confíe en estas palabras con la misma fe que espera el
regreso de las estaciones. Las palabras, son inmutables como los
cometas. ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo, o el calor de la
tierra? Esta idea, se nos hace extraña. No son nuestras la frescura del
aire, ni el movimiento del agua. ¿Cómo podrían ser comprados? Lo
decidiremos más adelante.
Tendréis que saber que
cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. La brillante hoja
de pino, cada ribera arenosa, las nieblas en medio de las arboledas, el
zum-zum de los insectos, son sagradas experiencias y memorias de mi
pueblo, savia que sube por los árboles, trae recuerdos del hombre de
piel roja.
Los muertos del hombre
de piel blanca olvidan su tierra cuando empiezan su paseos entre las
estrellas. Nuestros muertos nunca se alejan de la tierra, puesto que
somos un pedazo de la tierra, y a la vez, ella es un pedazo de nosotros.
Las flores perfumadas, el ciervo, el caballo, el águila majestuosa,
todos son nuestros hermanos. Las rocas, las cumbres, los prados húmedos
de rocío, el calor corporal del potro, todos somos una familia.
Por esto, cuando el
gran jefe de Washington hace decirnos que nos quiere comprar las tierras
es demasiado lo que pide. Dice que nos reservará un lugar en el cual
nosotros podamos vivir tranquilamente. Él nos hará de padre y nosotros
seremos sus hijos. Tenemos que rumiar su ofrecimiento. Se presenta nada
fácil, porque las tierras son sagradas. El agua que corre por los ríos y
riachuelos no es sólo agua, sino también la de nuestros antepasados. Si
os vendiéramos estas tierras, haría falta que supierais que son
sagradas, y deberíais enseñar a vuestros hijos que los reflejos
misteriosos de las aguas claras de los lagos narran los acontecimientos
de la vida de mi pueblo y el murmullo del agua es la voz de mi padre y
de mi madre.
Los ríos son hermanos
nuestros, porque nos liberan de la sed. Los ríos arrastran nuestras
canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendiéramos las tierras,
haría falta que recordarais y enseñarais a vuestros hijos que los ríos
son hermanos nuestros y también vuestros. Tendréis que tratar los ríos
con la dulzura con que se trata a un hermano. Pero sabemos que el hombre
de piel blanca no puede entender nuestra manera de ser. Tanto le da un
trozo de tierra como otro, porque es como un extraño que llega por la
noche a sacar de la tierra todo aquello que necesita. Para él, la tierra
no es su hermana, sino una enemiga. Cuando ya la ha hecho suya, la
desprecia y continúa andando. Deja tras de sí las sepulturas de sus
padres y no parece que se duela. No le duele desposeer la tierra de sus
hijos. Olvida la tumba de sus padres y los derechos de sus hijos.
Trata la madre tierra
y el hermano cielo como si fueran objetos que se compran y se venden,
como si fueran corderos o collares. Su hambre inmensa devorará la
tierra, y detrás de sí sólo dejará un desierto. No lo podemos entender.
Nosotros somos de otro modo. Vuestras ciudades llenan de tristeza
nuestros ojos. Quizás es así porque el hombre de piel roja es salvaje y
no puede entender las cosas. No hay ningún lugar tranquilo en las
ciudades del hombre de piel blanca, ningún lugar donde se pueda escuchar
la primavera cómo se abren las hojas de los árboles o el rumor de las
alas de los insectos. Quizás me lo parece porque soy salvaje y no
comprendo bien las cosas.
El ruido de la ciudad
nos hiere los oídos. Y al fin y al cabo, ¿qué clase de vida tiene el
hombre si no puede escuchar el solitario grito del pájaro siboc o las
discusiones nocturnas de las ranas a orillas de la balsa? Soy hombre de
piel roja y no lo puedo entender. A los indios nos gusta el suave
murmullo del viento encima de la superficie del lago, y el aroma de este
aire purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por el olor del
pinar. El aire tiene un valor inestimable para el hombre de piel roja,
puesto que todos los seres comparten un mismo aliento. El animal, el
árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire.Pero el hombre de piel
blanca no se da cuenta del aire que respira. Como si fuera un hombre que
hace días que agoniza, no es sensible a los olores.
Por esto, si os
vendiéramos las tierras, tendréis que tener en cuenta de qué manera
amamos el aire, porque el aire es el espíritu que infunde la vida y todo
lo comparte. El viento que dio a nuestros antepasados su primer aliento
de vida, recibirá también nuestro último suspiro. Si os vendiéramos las
tierras, tendréis que dejarlas en paz, sagradas como son, para que
incluso el hombre de piel blanca pudiera saborear el viento perfumado
con las flores de la pradera.
Queremos considerar
vuestro ofrecimiento. Si decidiéramos vender las tierras, habríais de
aceptar otra condición: tendréis que tratar a los animales como
hermanos. Soy salvaje y me parece que tiene que ser así. He visto
búfalos a miles pudriéndose abandonados en los prados. Desde el caballo
de fuego, sin pararlo, el hombre de piel blanca les disparaba. Soy
salvaje, y no entiendo porque el caballo de fuego vale más que un
búfalo, al que nosotros sólo matamos para sobrevivir. ¿Qué sería de los
hombres sin los animales? Si todos los animales desaparecieran, el
hombre también moriría con gran soledad de espíritu Porque todo aquello
que pasa a los animales, bien pronto sucede también al hombre.
Todas las cosas
están relacionadas. Tenéis que enseñar a vuestros hijos que la tierra
que pisan es la ceniza de los ancianos. Respetarán la tierra si les
decís que está toda llena de la vida de los antepasados. Hace falta que
vuestros hijos sepan, igual que nosotros, que la tierra es nuestra la
madre. Que todas las agresiones que padece la tierra inevitablemente las
tienen que sufrir sus hijos. Cuando los hombres escupen a la tierra, se
están escupiendo ellos mismos. Sabemos una cosa: la tierra no pertenece
al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra. El hombre no ha
tejido la red de la vida, sólo es un hilo de ella. Está tentando la desgracia si osa romper la red.
No tiene importancia
dónde pasaremos el resto de nuestros días, somos pocos. Algunas lunas,
algunos inviernos, y niños de los niños de las grandes tribus que
poblaban la tierra saldrán a lamentarse por una gente que tuvo
esperanza. A los hombres de piel blanca les puede pasar también, quizás
pronto, lo mismo. Ni siquiera el hombre de piel blanca, que habla y
pasea con su Dios amistosamente, no puede rehuir el destino común.
Quizás es verdad que somos hermanos, ya lo veremos. Sabemos una cosa que
vosotros quizás descubriréis algún día: que nuestro Dios es el mismo que
el vuestro. Quizás os pensáis que tenéis poder por encima de Él y a la
vez queréis tener poder sobre todas las tierras. Pero esto no es
posible. El Dios de todos los hombres se compadece igualmente de los de
piel blanca que de los de piel roja. Esta tierra es muy querida por su
creador y malograrla seria una grave ofensa. Los hombres de piel blanca
también sucumbirán, y quizás antes que el resto de las tribus.
Si continuáis
ensuciando vuestro lecho, una noche os ahogaréis en vuestro propio
desierto. Pero veréis la luz cuando llegue la última hora, y
comprenderéis que Dios os condujo a estas tierras y os permitió su
dominio con algún propósito especial. Este destino es de verdad un
misterio. ¿Dónde estará la arboleda espesa? Habrá desaparecido. ¿Dónde
estará el águila? Habrá desaparecido. Se acabará la vida y empezará la
supervivencia. La esencia de la vida se habrá extinguido. Nosotros
podríamos comprender algo si supiéramos qué es aquello que el hombre de
piel blanca anhela. ¿Qué piensa explicar a sus hijos en las largas
noches de invierno? ¿Qué visiones arden dentro de sus pensamientos? ¿Qué
futuro desea? Pero nosotros somos salvajes. No podemos saber los sueños
del hombre de piel blanca, y por esto tenemos que seguir nuestro propio
camino.
Si llegáramos a un
acuerdo sobre las tierras sería para asegurar su conservación. Cuando el
hombre de piel roja se desvanezca de la tierra y su memoria sea sólo la
sombra de una nube que atraviesa los prados, estas riberas y estos
prados todavía estarán empapados del espíritu de mi gente, de amor a la
tierra, del mismo modo que un niño acabado de nacer aprecia los latidos
del corazón de su madre. Si os vendiéramos las tierras, habríais de
amarlas como nosotros las amamos. Preocuparos tal y como nosotros nos
preocupamos. Mantenerlas tal y como ahora están, con toda su pureza y
con toda su fuerza. Conservarlas para los hijos y amarlas tal y como
Dios ama todo, porque la tierra es preciosa para Él. Sí, vuestro Dios es
el mismo que el nuestro. Y ni el hombre de piel blanca puede rehuir el
destino común.